Autores del realismo español


Según su ideología, los realistas españoles adoptaron dos posturas:

- Los tradicionalistas (conservadores) que procuraban enmascarar e idealizar los aspectos más desagradables de la sociedad.
- Los progresistas, que recurrían a la denuncia y a las críticas sociales.

Los escritores más destacados del realismo español son: Fernán Caballero, seudónimo de Cecilia Bölh de Faber (autora de La Gaviota en 1849 que se toma como fecha del distanciamiento del Romanticismo y Realismo en España), Pedro Antonio de Alarcón, Benito Pérez Galdós y Leopoldo Alas (Clarín).

Capítulo I

Hay en este ligero cuadro lo que más debe
gustar generalmente: novedad y naturalidad.
G. de Molène
Es innegable que las cosas sencillas son
las que más conmueven los corazones
profundos y los grandes entendimientos.
Alejandro Dumas


En noviembre del año de 1836, el paquebote de vapor Royal Sovereign se alejaba de las costas nebulosas de Falmouth, azotando las olas con sus brazos, y desplegando sus velas pardas y húmedas en la neblina, aún más parda y más húmeda que ellas.
El interior del buque presentaba el triste espectáculo del principio de un viaje marítimo. Los pasajeros amontonados luchaban con las fatigas del mareo. Veíanse mujeres en extrañas actitudes, desordenados los cabellos, ajados los camisolines, chafados los sombreros. Los hombres, pálidos y de mal humor; los niños, abandonados y llorosos; los criados, atravesando con angulosos pasos la cámara, para llevar a los pacientes té, café y otros remedios imaginarios, mientras que el buque, rey y señor de las aguas, sin cuidarse de los males que ocasionaba, luchaba a brazo partido con las olas, dominándolas cuando le oponían resistencia, y persiguiéndolas de cerca cuando cedían.
Paseábanse sobre cubierta los hombres que se habían preservado del azote común, por una complexión especial, o por la costumbre de viajar. Entre ellos se hallaba el gobernador de una colonia inglesa, buen mozo y de alta estatura, acompañado de dos ayudantes. Algunos otros estaban envueltos en sus mackintosh, metidas las manos en los bolsillos, los rostros encendidos, azulados o muy pálidos, y generalmente desconcertados. En fin, aquel hermoso bajel parecía haberse convertido en el alcázar de la displicencia.
Entre todos los pasajeros se distinguía un joven como de veinticuatro años, cuyo noble y sencillo continente, y cuyo rostro hermoso y apacible no daban señales de la más pequeña alteración. Era alto y de gentil talante; y en la apostura de su cabeza reinaban una gracia y una dignidad admirables. Sus cabellos negros y rizados adornaban su frente blanca y majestuosa: las miradas de sus grandes y negros ojos eran plácidas y penetrantes a la vez. En sus labios sombreados por un ligero bigote negro, se notaba una blanda sonrisa, indicio de capacidad y agudeza, y en toda su persona, en su modo de andar y en sus gestos, se traslucía la elevación de su clase y la del alma, sin el menor síntoma del aire desdeñoso, que algunos atribuyen injustamente a toda especie de superioridad.